Amor incomprendido
Javier me gustó desde el primer instante en que vi sus ojos. Puedo decir que él fue mi primer y único amor, pues aunque haya intentando durante tiempo olvidarlo con otros, no lo he conseguido y, además, no he sido nunca feliz fuera de él. Pero por culpa de mi madre y de sus ideas feministas acérrimas —algo que puedo entender desde su óptica y creo necesario que, en la sociedad, haya un movimiento así—, mi relación con Javier se rompió, pues mi madre hizo todo lo posible por apartarme de él, porque lo consideraba un machista. Sí es cierto que Javier tiene sus ideas con respecto a las chicas y mentiría si dijera que a él no le importa la virginidad, pues sigue creyendo que las chicas tienen que vigilar muy bien con quien se enrollan y con quien no. Sin embargo, él también cree que un chico no debe ir con todas las chicas que se le pongan por delante, porque también tiene que controlar su sexualidad y no derretirse ante cualquier chica, pues, según él, a las chicas también nos gusta mucho más un chico que sabe controlar su sexualidad que aquél que cae constantemente en todas las tentaciones del mundo…
Además, de sus ideas un tanto «machistas» también es celoso y no le gusta que yo vaya marcando mucho, pues dice que sólo él tiene que saber cuáles son mis medidas y sólo él tiene derecho a fantasear con mi cuerpo, nadie más. Evidentemente suena un tanto «moro», pero ¿qué puedo deciros?, a mí me gusta su personalidad, su forma de ser y hasta esas ideas que a mi madre tanto le espantan y que a mí me hacen sentirme muy querida por él. Para mi madre cualquier cosa que diga Javier es criticable. Por su parte, él tampoco se llevaba muy bien con mi madre, pues tiene una imagen de ella un tanto especial: según él, está amargada porque mi padre la abandonó de la noche a la mañana y, desde entonces, juzga a todos los hombres por igual: como «cerdos machistas». Lo cierto es que no está desencaminado, pues mi madre jamás ha superado el que mi padre la dejara. Pero debo deciros que cuando estaban juntos, mi madre era muy machista en su actitud, pues mi padre no pegaba ni golpe en casa; era ella la que hacia todas las tareas domésticas. Además, mimaba muchísimo a mi padre, pues siempre le hacía cenas especiales, le compraba las mejores ropas, etc. Y al final, así se lo pagó; por eso, mi pobre madre nunca comprendió qué había hecho mal, en qué había fallado, pues mi padre no le dio una mala explicación: simplemente se largó a vivir con su amante, diez años menor que él.
Javier y yo estuvimos seis meses juntos y yo era feliz: vibraba sólo con que él me mirara y no era sólo porque poseyera unos ojos grises maravillosos bajo unas cejas oscuras que levantaban admiración total, sino porque en su mirada había una fuerza, una calidez, un sentimiento profundo hacia mí de amor. Todos me lo decían: «Javier está muy enamorado de ti, eres su puta en Valencia…». Y aunque muchas le iban detrás, desde que me pidió para salir porque se enamoró de mi sonrisa, no había existido otra en su vida. Ni para mí había existido otro más. Y cada vez que me besaba o que sus manos se resbalaban por las curvas de mi cuerpo o podía sentir el calor que su mano desprendía cuando se posaba sobre mi pecho, las sensaciones de placer eran absolutamente inexplicables e intensas. Yo acataba de buen grado sus ideas: no me importaba no vestirme con una camiseta ajustada que dejara ver mi ombligo, podía ponerme un tejano y una camiseta blanca normal y también me encontraba bien. No me sentía sometida, ni ninguna cosa por el estilo, pues lo quería con locura. Pero las constantes presiones de mi madre, al final, destruyeron nuestra relación, pues desde que mi padre se fue, yo estaba muy unida a ella, tanto, que me convenció y así fue como durante dos años no fui feliz, aunque intenté convencerme de que había hecho lo mejor porque, de seguir con él, hubiera vivido la misma experiencia nefasta de mi madre.
Pero mi destino era Javier y la vida volvió a unirnos de una forma inesperada. Y todo volvió a surgir entre nosotros de un modo incontenible, pues, en realidad, ni él ni yo habíamos podido olvidarnos: seguíamos queriéndonos, recordándonos y soñándonos. Era increíble que sintiéramos de la misma forma, incluso que soñáramos en todo aquel tiempo de separación con el mismo sueño: ese encuentro casual que nos uniría para siempre. Y eso fue lo que sucedió. Y con veinte años le entregué mi virginidad sin ninguna duda y él me hizo vibrar no sólo de placer y excitación, sino de emoción, pues cuando mi himen se rompió, él me susurró al oído. «Marta, nunca te arrepentirás de haberme entregado tu virginidad, pues te quiero con todo mi corazón y mi alma… y quisiera ser siempre el único que te poseyera de este modo». Él supo relajarme, supo pronunciar las palabras adecuadas para que yo me abandonara a aquel acto de unión maravilloso y confié plenamente en él y me hizo sentir lo que jamás hubiese imaginado ni en mis mejores sueños. Recuerdo la punta de su lengua lamiendo mi erecto pezón y, todavía, ese recuerdo me hace ponerla piel de gallina. El placer fue extremo, sobre todo porque después de hacer el amor y de limpiar las sábanas de sangre, nos abrazamos y no paramos de repetirnos todo lo que sentíamos el uno por el otro.
No me importa su punto machista, porque para mi no lo es… y aunque lo sea, ¿qué más me da si me hace súper feliz?